Por Arturo Ortíz, CEO del grupo CIPI Protección, empresa de capacitación en seguridad
La principal preocupación de los habitantes de Latinoamérica, por encima incluso de la pobreza y el desempleo, es la inseguridad y violencia. A través de estos fenómenos ven peligrar la integridad física de ellos y sus familias. A la par, son condiciones que pulverizan su patrimonio.
El ascenso de crímenes económicos y de alto impacto social es multifactorial. Sin embargo, juega un rol primordial un alto nivel de impunidad. Simplemente, en la desaparición de personas en México, por ejemplo, es del 99% según la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Hay quienes atribuye el aumento delincuencial a la rápida y desordenada urbanización, los niveles de pobreza, la desigualdad, el desarrollo del crimen organizado y el acceso a las armas de fuego.
Asimismo, la criminalidad tiene impactos significativos en los costos directos de tipo médico legal, policial, penitenciario, correccional y de seguridad privada. A la par, los costos indirectos del crimen se ven reflejados en la pérdida de ganancias y vida, baja en el capital humano, productividad, menor inversión y costos psicológicos entre muchos otros.
Simplemente, la pérdida de productividad asociada a la violencia, en la región alcanza el 0.74% del Producto Interno Bruto según distintos estudios.
La violencia presenta un trazo ascendente. El uso deliberado de la fuerza física o el poder para causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privación de la libertad es multifactorial. Presenta diversa naturaleza, motivación, ámbito y víctimas. Conocer tales factores es crucial para prevenirla.
Para combatir la violencia y delincuencia puede optarse por medidas represivas o un enfoque preventivo. En el primero se opta por el control del Estado y el fortalecimiento de las instituciones de seguridad pública. La opción preventiva, en cambio, establece los límites de las instituciones de seguridad y el papel que puede y debe jugar la ciudadanía.
En general la represión es reactiva, resulta más onerosa y menos efectiva que la prevención mientras el involucramiento de la ciudadanía implica el romper el paradigma de la seguridad pública para transitar al de seguridad ciudadana donde se asume una corresponsabilidad social para minimizar la violencia y actos delictivos.
El enfoque preventivo, que implica mayor participación ciudadana, requiere capacitarnos para comprender la violencia familiar y juvenil, establecer un diagnóstico, diseñar estrategias, monitorear y evaluar y permitir que los participantes que se capacitan en estos temas puedan diseñar y presentar estrategias.
No se trata, en suma, de abandonar el rol de proactividad social y dejarlo todo a manos de un Estados represor, sino de involucrarse en soluciones de problemáticas comunes y aportar desde la capacitación y el conocimiento.
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